Caminaban por Avenida Providencia esa tarde de invierno, la ciudad parecía más lenta que de costumbre, como deshabitada respirando una humedad de nubes bajas y brisa lenta. Pasaron junto al carrito de las frutas con las naranjas y las paltas y las manzanas rojas que brillaban como besos enamorados. El viejo del carro les observó de arriba abajo, con ese ademán de quienes intentan sumarse a un grupo que parece infinito.
−
Yo también te habría mirado descaradamente, eres
preciosa. Le dijo Rodolfo a Andrea con el tono grave que colocaba cuando le
coqueteaba.
−
Lo dices porque me amas. Respondió ella,
haciéndose maña para darle un beso sin dejar de caminar.
Él detuvo el paso mientras tocaba
con su dedo meñique el dorso de la mano de ella, sugiriéndole con el fino gesto
que detuviera el andar; entonces se quedaron quietos en el medio de la ciudad y
se abrazaron con el fuego de la ternura intacta.
−
No será como en esa película que te gusta tanto,
te lo prometo. Dijo Andrea sin dejar de rodear con sus brazos a Rodolfo.
Un par de meses antes la pareja
había pasado una buena tarde conversando, bebiendo vino y escuchando jazz en un
boliche de Barrio Italia; entonces él había comentado la película en la que un
fotógrafo y una mujer casada viven un amor inteligente, apasionado y creativo,
con un inesperado desenlace en el que ella decide quedarse con el marido. Una
clara referencia a la culpa y los moldes sociales. Una tragedia, fue lo que
finalmente concluyeron entre choques de copas de vino.
−
No terminará así, ya lo vas a ver. Insistió ella
aún, abrazando el cuerpo del hombre.
Rodolfo respiró hondo para sentir
el aroma de primavera que siempre nacía en ella, inhaló profundo una segunda
vez para convencerse de las palabras de la mujer. Amaba su olor, y la textura
de su pelo que le recordaba la hierba tierna de inicios del verano. Las manos del
tipo quisieron hundirse en la espalda de ella, retenerla para que no se fuera
con el soplo de la ciudad.
Recordó su infancia, vino a su
mente la alegría de los juegos con su hermano, con los primos, con los escasos
amigos de la escuela. Creyó recordar también a Andrea, como si la conociera de
toda la vida. Buscó momentos importantes de su vida juvenil, los suficientes
años atrás como para estar seguro de volver a los tiempos previos a conocerla;
incomprensiblemente en todos los sucesos estaba ella, de una u otra forma, unas
en las palabras de alguien, otras en algún sueño vigilante.
Ella dibujó el símbolo del
infinito con sus cuidadas uñas en la nuca del hombre, y con delicadeza le dijo,
te amo.
Rodolfo sabía, en la profunda
oscuridad de su corazón, que la promesa de amor era sincera, más no así la
promesa de mantenerse juntos. Una cosa es la palabra amor, y otra tan distinta
la acción humana, una es la declaración y otra el movimiento. Y la historia de
ellos era tan parecida a la de la dueña de casa y el fotógrafo, era tan difícil
abstraerse de la realidad a esa altura de la vida.
La ciudad seguía gateando bajo
ellos, con el cemento nostálgico de la piedra sosteniendo sus cuerpos aún
rodeados por el anillo mágico del abrazo.
−
Podría quedarme a vivir en tu pecho. Dijo ella
clavando su frente en el amplio tórax del hombre. Él no respondió con palabras,
pero sostuvo el abrazo con nuevas magias.
Un nuevo beso, una nueva mirada a
los ojos, una nueva promesa de amor sin límites, y prosiguieron el andar.
Avanzaron algunas cuadras hacia el poniente sin prestar atención a los
escaparates. Caminaban tomados de la mano, demostrando al mundo la incontenible
alegría de estar juntos. Después de unos minutos doblaron en una esquina hacia
el norte, recorrieron media cuadra y entraron por fin en una pequeña cafetería
de barrio. El lugar era amigable, con mínimas mesas redondas y sillitas de
fierro forjado, en los muros colgaban reproducciones de pinturas clásicas.
Andrea tomó asiento primero, con la espalda derecha y cruzada de piernas
recibió con evidente alegría un beso de Rodolfo, después de eso él se sentó
frente a ella y se tomaron de las manos.
El hombre pasó su mirada por una
pintura de un velero en medio de un temporal, luego fijó su vista en la
reproducción de una litografía de Pedro Lobos, la tinta negra mostraba a una
mujer, probablemente una madre y sus dos crías, todos descalzos, ella llevaba
al más pequeño tomado de las dos manos, quizá enseñándole sus primeros pasos.
Entonces recordó su infancia y el cuadro idéntico que colgaba en el muro del
pasillo que llevaba al dormitorio de sus padres. Volvieron a él las escenas
guardadas en su memoria, los aromas a flores, al jazmín y los romeros del
patio, al damasco y las filas de hormigas incansables, las lagartijas y los
caracoles, las rosas y el camelio que encendía en esas llamas de color que
anunciaba las vacaciones de verano.
−
¿Dónde anda tu mente? Dijo la mujer, sacándolo
de la excursión por los senderos de los recuerdos.
−
Pensaba que necesitamos flores en algún jardín,
quizá algún día en el futuro podamos tener uno con un camelio y un jazmín.
Respondió el mirándola con ternura a los ojos.
−
Podríamos plantar uno en mi casa.
−
En tu casa vive tu marido, y no creo que sea
amante de las abejas.
−
Está bien, cuando la casa sea nuestra tendremos
un jardín hermoso. Articuló Andrea en un intento convincente.
Sus manos se desenlazaron, pero
se mantuvieron cerca esperando volver al contacto, como las nubes cuando son rasgadas
por el viento y fusionadas luego por la brisa.
“Nuestra historia es una historia
hermosa”, estaba diciendo ella cuando el mesero llegó a tomar el pedido. Andrea
pidió un té negro y galletas, Rodolfo un café irlandés y tostadas.
−
Reconoce que es una historia hermosa. Insistió
ella una vez que el mesero partió a buscar la orden.
La mente de Rodolfo volvió a
dispararse hacia el pasado, hacia los últimos años de su infancia. Recordó las
quenas y zampoñas que por esa época dominaban desde el tocadiscos de la casa. Sintió
a sus abuelos, que en buena parte le habían criado implantando la madera
estructural que ahora sostenía la piel del hombre.
−
No existen las historias hermosas, sólo son eso,
historias. Comentó él.
−
Ya vas a ver, tendremos esas flores en un jardín
para que nos sentemos a tomar el fresco de las tardes de verano. Remató ella en
un intento de profundizar la conversación.
Rodolfo volvió la vista hacia el
cuadro del velero, ensimismado por el azul salpicado de blanco caótico. La
historia de su propia vida había sido un temporal desatado, el mar confuso
empujando por toda la cardinalidad del tiempo. Sintió en sus pulmones el
recuerdo de la textura del aire cuando tenía doce años; casi pudo ver a su
abuelo, Ernesto Solé, sentado en el escritorio, con los ojos tristes y rodeado
de agentes, uno a cada flanco, dos más en las cabeceras de la mesa y otro
apoyado en el marco de la puerta. Uno de los que estaba de pie justo al lado
izquierdo del abuelo, un tipo grueso de anteojos de marco cuadrado lo recibió
con una sonrisa pequeña, de esas que no asoman la dentadura y parecen un rictus
de incomodidad.
−
Hola joven, que agrado tener un rostro fresco en
esta casa, pase por favor, tome asiento. Dijo el gordo acomodándose los lentes.
Uno de los tipos instalados en la
mesa se incorporó para acercarle una silla al niño, era un hombre de bigote
espeso y peinado con una melena rizada, muy delgado, casi un dibujo animado.
Su abuelo seguía en silencio,
observándolo desde una distancia extraña, sus ojos verdes de mar somero
parecían traslúcidos, como quemados por el sol del desierto grande.
−
Pero niño, salude a su abuelo pues, me imagino
que lo extraña. Dijo por fin el hombre grueso que parecía ser el de más
autoridad en la habitación.
−
Si, lo extrañamos mucho, ya han pasado dos
semanas. Respondió el niño.
El abuelo cerró los ojos y
respiró hondo cuando escuchó de la boca de su nieto la referencia al tiempo
transcurrido, y es que las horas se desvanecen en la vida de los prisioneros
cuando están condenados a muerte.
−
Un jovencito inteligente. Continuó diciendo el
agente. Podría decirnos donde está su abuela, fíjese que su abuelo no ha podido
dormir pensando en ella, nosotros tememos que enferme por la pena de no conocer
su paradero.
−
No sabemos dónde está ella, dicen que se fue con
su amante. Rodolfo era un niño que había aprendido a controlar las emociones.
−
¡Con su amante! Mire la señora, y tan dama que
parecía ser, ¿qué opina usted? El agente ahora se dirigía al abuelo. Diga algo
por favor.
El hombre, el abuelo, a pesar de
su cansancio, con los golpes en la carne y los huesos, a pesar del cansancio y el
dolor, encontró las palabras para darle un poco de tranquilidad al niño.
−
Ella sabe lo que hace, siempre ha sido una mujer
determinada, además quiere muchísimo a sus nietos, sobre todo a este niño que
ven frente a ustedes. Dijo mirando directamente a las pupilas de su nieto,
dándose maña para sonreír tiernamente en un intento de protección simbólica.
−
Pero bueno, no hagamos esperar más la reunión de
esta familia. Vamos, dele un abrazo a su abuelo. Interrumpió el agente jalando
al niño de una axila para que se pusiera de pie. Abraza a tu abuelo y
pregúntale por Gladys. Terminó diciendo con voz violenta.
Rodolfo abrazó a su abuelo y sintió
la piel del hombre pegada a los omóplatos.
Una delgadez amortajada, pensó
cuando llegó el mesero con los cafés, las galletas y las tostadas. Andrea
estaba mirando su teléfono, probablemente comunicada con su marido, pensó. Tuvo
la intención de hablarle, de decirle que él estaba ahí con ella, que el jardín
y las flores podían llegar a ser la exteriorización de la suma de sus ideas, de
sus espíritus, pero decidió no decir nada, masticar las palabras dentro del
paladar con la esperanza de que ella tomara conciencia de la situación.
Los cafés humearon aún un
instante sobre la mesita antes de que ella levantara la mirada, entonces tomó
la taza y sopló el líquido haciendo de sus rojos labios un botón, después le
sonrió con esa alegre ternura que tanto le fascinaba. Esa boca maravillosa,
pensó él, ¿cómo deshacerse del placer que sabían dar esos labios?, ¿cómo
prescindir de las palabras que sabían decir? Fijó los ojos en el escote de
Andrea, en la piel de los senos que se dejaba ver, ¿de qué manera podría
olvidar la firme tibieza de su piel?, ¿qué pretexto podría usar para
autoconvencerse de tomar distancia de esa mujer?
Te amo. Soltó él las sílabas que
parecieron escaparse de su pecho, ella correspondió entrecerrando los ojos y
angulando las comisuras de su boca; cuando hacía ese gesto se le respingaba
levemente la nariz.
−
Y una fuente para que las aves bajen a
refrescarse por las tardes calurosas. Afirmó él con seguridad.
−
¿Una fuente? Perdone, pero no sé de qué me
hablas. Respondió Andrea con rostro de intriga.
−
Digo que las camelias y los jazmines necesitan
compañía, una fuente con agua donde las aves escapen de los veranos calientes,
una fuente con agua moviéndose, me gustan unas en las que un chorrito sale
disparado hacia el cielo.
Ella volvió a tomar de las manos
al hombre, esta vez con suaves gestos de contención. Rodolfo sintió la suave
piel de sus dedos, contempló la cuidada estética de sus uñas coloreadas de
rosado resaltando sobre el mantel negro de la mesita.
Los recuerdos lo llevaron otra
vez al año ochenta y cuatro, reuniéndose así nuevamente con su abuelo. Volvió a
sentir ese abrazo, el calor del corazón del viejo, la espalda delgada y cansada
y el rostro deshidratado.
−
Ya basta de mimos. Venga, siéntese acá joven.
Escuchó el niño la voz del agente, mientras sostenía el abrazo con el abuelo.
−
Si nos dices dónde está tu abuela podrías llevarte
a tu abuelo. Imagínese, hoy podrían almorzar todos juntos; usted, sus padres y
su hermano. Ofreció uno de los tipos de menor jerarquía. Rodolfo no respondió,
se limitó a buscar algún indicio de instrucción en el semblante de Ernesto.
El tipo de bigotes dio un par de
pasos y apoyó su mano huesuda sobre uno de los hombros del viejo, esperó los
segundos suficientes para que su superior volviera a preguntar por la abuela, y
acto seguido terminó mediante un tirón del abrazo de Ernesto y su nieto. Fue el
propio agente superior el que tomó entonces a Rodolfo por el cuello para volver
a sentarlo en la silla.
−
Dígale a su papá que su abuelo está bien, que
usted pudo conversar con él. Ordenó el agente fingiendo simpatía. A ver,
díganme, ¿quién de ustedes conversó con el padre de este crio? Terminó
preguntando con autoridad.
−
Yo, mi mayor. Respondió raudo el tipo delgado de
bigotes.
−
¿Qué le dijo?, ¿Por qué pidió que este niño
entrara a esta casa? Algo escuché acerca de un libro. Comentó el agente.
−
Afirmativo. Llegaron en un Fiat seiscientos, el
niño bajó del auto y tocó el timbre, yo salí y conversé con el chófer que
resultó ser el padre del cabro chico; me pidió que dejáramos entrar al niño
para que buscara un libro de historia porque tiene que hacer una tarea en el
colegio. Terminó por decir el flaco.
−
¡Una tarea! Así avanza la patria, con jóvenes
responsables y ordenados. Masculló entre risas el gordo.
Rodolfo volvió a optar por el
silencio. Frente a él, su abuelo, el hombre que hasta ese momento creía
invencible, y ahora parecía esforzarse dolorosamente por mantener unidas las
piezas que formaban su cuerpo.
−
Mira, en esas flores hay un grupo de abejitas.
Dijo con tono alegre Andrea mientras apuntaba con el mentón hacia unos insectos
que volaban entre las pequeñas flores de un rosal que trepaba por uno de los
muros de la cafetería.
−
¿Qué será de nosotros el día que ya no salten
entre los pétalos? Preguntó él, a modo de idea en voz alta.
−
Por lo mismo vamos a tener una casa con muchas
flores.
Rodolfo buscó con su mano una de
las piernas de Andrea, la que recorrió desde la rodilla hasta la parte alta, le
encantaba sentir como aumentaba la tibieza a medida que se acercaba a su sexo.
Retuvo la caricia cerca de las caderas, dejando que el dedo gordo se moviera
suavemente entre sus muslos. Llamaron al mesero, esta vez para pedir un jugo de
chirimoyas, era el zumo favorito de la mujer, y abría extensas y coloridas
conversaciones cada vez que el vaso repleto de ese líquido espeso y blanquecino
se ofrecía a su disposición. “Mi abuelo tenía frutales, entre ellos algunos chirimoyos,
cuando niña mi mamá me hacía juguitos todas las mañanas de los veranos”; fue lo
que ella le dijo la primera vez que salieron juntos a cenar, era un restorán de
comida peruana y ella, como siempre en adelante, había pedido ese jugo; él en
cambio y como sabría la historia posterior, prefería las frutas licuadas con
algo de aguardiente de uva. Todo queda entre frutos, sostenía Rodolfo con una
velada visión existencialista.
−
Yo le di una mirada a este librero. Recordó Rodolfo
que aquella vez le dijo el agente. “Una buena colección de Sartre y Beauvoir”,
el recuerdo del gordo de anteojos sacando un libro de hojas amarillentas; el
segundo sexo podía leerse en la tapa, la escena se hizo absolutamente nítida en
su memoria. Imagínese que su mamá se convirtiera en papá. Terminó diciendo el
agente con una tonta risotada ronca.
La mano del tipo enjuto se apoyó
en la cabeza del niño, casi dejándola caer como una bolsa de harina sobre el
mesón. La palma huesuda y áspera fue como la garra de una bestia depredadora,
las yemas callosas tamborilearon de tres en tres sobre su cráneo mientras el
peso de la mano, robustecido por el miedo le empujaba hacia el suelo. Primero
sintió que la cabeza se embutía entre los hombros, así es que suspiró con
profundidad, inhaló expandiendo las costillas para que ingresara la mayor
cantidad de aire, luego retuvo la respiración con el anhelo de refugiarse en el
mundo de la apnea donde señorea la paz, pero las toneladas de la garra
empujaron su cabeza más abajo, hasta el centro del tórax haciendo que el aire
se vaciara de su cuerpo.
−
A ver Quiroga, lleva a este niño a la biblioteca
que hay en el dormitorio que está en el patio frente a la piscina, ahí debe
estar el libro que anda buscando su padre. La orden del agente sonó como golpes
metálicos.
−
No es necesario. Lanzó su abuelo como un
salvavidas arrojado al hombre al agua en medio de la tempestad. No es
necesario. Alcanzó a insistir Ernesto antes de que uno de los tipos le obligara
a sentarse con un empujón.
−
Mire, ¿será que recordó donde está su mujer?
Espetó el agente.
Los verdes ojos de su abuelo se
inundaron de dolor.
Un beso de Andrea lo trajo
directamente al camino del presente; los labios húmedos se habían plantado en
su frente dejando un corazón colorado impreso en la piel. Rodolfo respondió con
un beso mecánico, buscó su taza de irlandés para terminar cayendo en cuenta de
que la había bebido de manera inconsciente, el recipiente vacío sólo mantenía
algo de los rastros de la espuma de la leche. Pensó en el futuro sin ella, sin
las flores de su cuerpo, sin el cálido remanso sus abrazos, entonces sintió
miedo, una garra rasgándole el pecho.
−
Colmenas, tendremos hogares para ellas. Anunció Rodolfo
intentando demostrar alegría.
−
Me encanta la miel, ¿te imaginas eso?, un
campito con frutales y colmenares. Respondió ella.
−
Un campo cerca del mar, para que la brisa marina
nos mantenga limpios.
−
Tu eres un alma limpia, no necesitas esa brisa.
Las pequeñas manos de Andrea volvían a buscar las suyas.
−
Sin esa virazón sólo habrías conocido mis tempestades,
te lo aseguro. Respondió él, totalmente convencido.
Una tormenta, el viento
huracanado bufando, el mar confuso golpeando desde todas las direcciones, el
miedo natural al abismo del gran azul, y es que el agua puede ser la humedad
donde nace la armonía o el universo en el que cedemos al pánico del olvido. Rodolfo
regresó al pasado, los ojos de triste terror de su abuelo ya no estaban ahí;
ahora sólo él y el vigilante de bigote.
−
Busca el libro. Recordó que le decía.
Frente a los ojos del niño los
libros, todos ordenados en el mueble de madera rojiza que ocupaba todas las
paredes de la habitación del patio, bajo un palto enorme y a metros de la
piscina; la biblioteca en la que tantas veces había pasado las tardes, el mismo
aroma a papel, cartón y cuero.
−
Acá no hay libros de historia. Sostuvo con
violencia el hombre.
Entonces Rodolfo apuntó hacia un
sector del librero.
−
Esos no son libros de historia, eso es
propaganda. Dijo el tipo con tono colérico. Mira, ahora vamos a hacer algo, tú
me vas a decir donde está tu abuela, también me vas a contar con quien se reúne
tu mamá.
−
No lo sé, se lo prometo. La voz del niño ya casi
no era audible.
−
Por última vez, si me dices algo que nos sirva
para encontrar a tu abuela, te dejaré ir y no le pasará nada a tu mamá ni a tu
familia.
−
No sé nada, se lo prometo. Casi susurró Rodolfo
usando la promesa como última esperanza.
Andrea estaba llamando al mesero
cuando la imagen del horror se le estaba colando entre las cejas. El sonido de
sus pulseras agitándose con el movimiento de la mano que intentaba llamar la
atención del mozo le había traído al pacífico presente. El brazo levantado de
la mujer dejaba ver el contorno de su seno, una piel firme para una persona de
decisiones firmes, pensó él.
La semana anterior habían estado
platicando acerca de la relación que sostenían desde hace casi una década. Se
habían conocido en el aeropuerto internacional de Santiago, cuando ambos
regresaban de Perú; ella junto a su marido e hijas gemelas, y el en solitario,
como era ya su forma de vida. Una confusión con el equipaje les había obligado
a comunicarse, de ahí en adelante sólo hubo de obrar la palabra y la piel para
que terminaran enredados en una relación secreta.
−
¿A qué le temes? Le preguntó a ella sin despegar
su mirada de la pintura del océano embravecido.
−
¿Temores? No tengo temores. Respondió Andrea con
seguridad.
Y si no existen miedos, ¿cuál
será el motivo de la inacción?, ¿que provoca en la mente humana la parálisis de
las ideas, el congelamiento de los argumentos que sumados constituyen la
génesis de la acción?; ¿dónde, en qué parte de la existencia del individuo
surgen las amarras que impiden caminar hacia el horizonte azul?
−
Serán los vestigios de tu educación, casi puedo
verte siendo instruida por las monjas. Rodolfo hablaba con suavidad.
−
Mira que nadie se salva, si no son las monjas es
la televisión, o el cine, que se yo, por todas partes te meten la culpa como
mantra.
Culpa de ser felices, de pensar
en la vecindad antes de mi núcleo familiar, culpa de ser artista, de vivir por
la emancipación. Las ideas de Rodolfo refulgían sin encontrar una manera
ordenada de salir al aire. Y esa culpa es obra de las monjas, se dijo
mentalmente. No, las monjas están sometidas a los curas, se corrigió
automáticamente; y los curas al Papa, y este a un poder superior.
−
¿Dónde diablos nace entonces? Si no son las
monjas las culpables de tus miedos, ¿quién?
La palabra miedo quedó resonando
en su propia mente, el olor del pánico con sus granos de café vinagre y cemento
mojado le conmovieron hasta erizar los bellos de su cuerpo.
La mano del agente de la Central
Nacional de Inteligencia rodeaba su cuello ahogándolo, su rostro aplastado
contra el librero y las manos apoyadas en una de las repisas, todo su cuerpo
infantil intentaba resistir los embates de la violencia de la bestia. La
hebilla de su cinturón, ahora a la altura de las rodillas le rozaba en cada una
de las embestidas, lo mismo el lomo color naranja de uno de los libros que
excoriaba la piel de su pómulo derecho. Sintió el hálito alcohólico del agente
respirándole en la nuca, empujándolo dentro del mueble donde habitaban los textos,
pensó en su madre, en su hermano pequeño, se repitió un millón de veces que ya
terminaría, que el animal que lo violaba tendría que detenerse en algún
momento, que de pronto abriría los ojos y estaría en un lugar amable con su
familia. Quiso gritar, pero el miedo había inmovilizado incluso a la voz, quiso
golpear, intentar algún escape, pero el terror le había convertido en una
figura de sal.
−
Dile a tu papá que encontraste el libro de
historia, que conociste a los hombres que la están escribiendo. Soltó el agente
como un estertor mientras subía el cierre de su pantalón.
El niño volvió a guardar
silencio, esta vez no por opción.
−
Iremos por tu hermanito, por tu padre y por la
puta de tu mamá. Siguió ladrando la bestia, gruñendo e insultando, preguntando
entre frases inconexas acerca del paradero de su abuela y otra gente que no
conocía.
Rodolfo ordenó sus ropas
cuidadosamente, acomodó su camisa escocesa dentro del pantalón de cotelé y se
enderezó cuanto pudo, supo de la necesidad de salir de ahí, de volver con los
suyos y contarles de su abuelo. Giró sobre su cuerpo y miró a los ojos al cerdo.
“Ya le he dicho que no se nada acerca de ellos”, articuló modulando cada
sílaba; “acerca del libro, ya he encontrado lo que buscaba” Finalizó diciendo
mientras mostraba la portada de un libro de Villalobos. Fue el agente de la
Central el que esta vez guardó silencio.
Fue conducido hasta la sala donde
estaba su abuelo, esta vez sólo acompañado del agente gordo que a esta altura se
identificaba como el superior del grupo.
“Mijo, no tenga miedo”. Eso fue
lo último que escuchó del viejo. Con esa frase salió de la casa, dejando atrás
al hombre de ojos verdes y asumiendo la instrucción de jamás rehuir la acción.
Escuchó que Andrea decía algo acerca
de pedir la cuenta, que tenían que marcharse porque su marido pasaría por ella
a algún lugar cerca de la plaza de armas de la ciudad, que antes debía ir a
recoger algunas cosas para sus hijas. Antes de alejarse de la mesita en la que
habían pasado el rato, ella se acercó a él y tomó su rostro por las mejillas.
No se que haría sin ti, creyó Rodolfo que decía la mujer; intentó poner
atención a las palabras que seguían siendo formadas por la voz de Andrea, pero
su ánimo seguía atrapado por la necesidad de respuestas, ¿Cuál es la forma del
miedo?, ¿cómo es el cuerpo que habita?, imaginó a su abuelo, ¿Cómo habrán sido
sus miedos?, ¿habrán tenido el mismo aroma a infusión avinagrada, a hormigón
fresco bajo las nubes negras de junio?
Andrea tomó su mano y caminó
delante de él, como tirándolo por su propio camino, así salieron del café y
avanzaron por la calle; había comenzado a chispear, el suelo ahora lucía
obscuro y podían verse pequeñas pozas por aquí y por allá. Rodolfo se dejó
conducir, avanzaron algunas cuadras hacia el sur pasando por tiendas solas
abarrotadas de personas. Al llegar a la entrada del tren subterráneo
sostuvieron sus manos aún un tiempo más.
−
¿Nos veremos mañana? Preguntó ella con inusual
incertidumbre.
Rodolfo sólo respondió con un
beso en la mejilla de Andrea, un beso como una suave caricia de piel a modo de última
despedida.
Algunos charcos de agua llevaron
la mente de Rodolfo nuevamente al pasado. Esa mañana, al abandonar la casa
dejando atrás y en cautiverio a su abuelo sintió la lluvia arreciando sobre su
cabeza y vio las pozas de agua a lo largo de toda la calle, eran como las
lágrimas perdidas del amor distanciado a la fuerza, sintió el dolor de Ernesto
que seguía allá adentro atrapado por los agentes, así es que buscó en sus ojos
verdes las palabras que no pudieron cruzar; encontró tristeza, esperanza y soledad,
sin embargo no había miedo, él seguía moviéndose, sus ideas seguían trazando
rumbos en ese océano de existencia; entonces el niño giró y observó con
detención por última vez la casa en la que había crecido, sabía que cada forma,
que cada una de las partes de lo que abandonaba forzadamente, sería la argamasa
de su existencia en el futuro.
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