SUEÑO LÚCIDO
Algún sitio del
mundo onírico, 2026
Ernesto Veras
estaba profundamente dormido, recostado sobre una manta de vellón polar,
roncaba compitiendo con el ruido sordo de la máquina de la nave; sus ojos bajo
los párpados cerrados se movían de un lado a otro, evidenciando la actividad de
un sueño contundente. Viviendo ahí, en el universo de ensoñación, caminaba
junto a una mujer por Avenida Providencia en una tarde de invierno, la ciudad
parecía más lenta que de costumbre, como deshabitada respirando una humedad de
nubes bajas y brisa lenta. Pasaron junto al carrito de las frutas con las
naranjas y las paltas y las manzanas rojas que brillaban como besos enamorados.
El viejo del carro les observó de arriba abajo, con ese ademán de quienes
intentan sumarse a un grupo que parece infinito.
−Yo también te
habría mirado descaradamente, eres preciosa.− Le dijo a la mujer con el tono
grave que usaba cuando coqueteaba.
−Lo dices porque
me amas.− Respondió ella, haciéndose maña para darle un beso sin dejar de
caminar. Él detuvo el paso mientras tocaba con su dedo meñique el dorso de la
mano de ella, sugiriéndole con el fino gesto, que detuviera sus pasos; entonces
se quedaron quietos en el medio de la ciudad y se abrazaron con el fuego de la
ternura intacta.
−No será como aquella
vez, te lo prometo.− Dijo ella sin dejar de rodear con sus brazos al hombre.
El sueño lo
llevó ahora un par de meses antes, la pareja había pasado una buena tarde
conversando acerca de la culpa y los moldes sociales; finalmente ella,
convertida en un enjambre de abejas había salido volando por las rendijas de la
ventilación del lugar, para luego aparecer sentados al borde de un acantilado
que miraba al océano Pacífico mientras bebían vino blanco. No hay forma de
atraparme, no hay manera de que me tengas, siempre volaremos convertidos en nube
o en parvada. El amor es una tragedia, fue lo que finalmente concluyeron, con
sus piernas colgando sobre el vacío.
Ernesto respiró
hondo volviendo al primer sueño, y sintió el aroma de primavera que nacía en
ella, inhaló profundo una segunda vez para convencerse de la belleza de la
mujer; amó su olor, y la textura de su pelo que le recordaba la hierba tierna
de inicios del verano. Sus manos intentaron hundirse en la espalda de ella,
retenerla para que no se fuera con el soplo de la ciudad que se adivinaba
detrás de los altísimos muros de nácar que configuraban la habitación esférica
en la que ahora yacían desnudos. El intento de retenerla dio paso a la
excitación; la forma de su espalda, el ángulo formado por la línea media al
llegar a los glúteos, acarició primero la pequeña cintura dejándose conmover
por el terciopelo que tocaban sus dedos, entonces movió su propio cuerpo,
acercándose a la humedad tropical de la mujer, dejando que su erección rozara
las nalgas redondas; sintió su miembro dentro de ella, la succión de una
hoguera encendida en la cara interna del vientre femenino que lo jalaba hacia
dentro, como un torbellino marino. Al salir de ella, las paredes iridiscentes
de la habitación dejaron ver cientos de mundos de distintos colores, ciudades
anaranjadas de aromas cítricos, pueblos cordilleranos de tonos azules y cumbres
nevadas de amarillo solar, gentíos andando avenidas alimonadas o manadas de
animales trotando sobre cúmulos rosados. Luego vino el relajo, las paredes de
la habitación pasaron del tornasol al pastel, acunándolo hasta que finalmente
se durmió. Un sueño ahora, dentro del sueño, lo llevó a un tercer universo: a su
infancia. Vinieron a su mente la alegría de los juegos con su hermano, con los
primos, con los escasos amigos de la escuela.
Volvió a ver a la misma mujer de los primeros sueños, convertida ahora
en una niña con la que, a la sombra de un boldo, se divertían jugando con un escarabajo
al que dirigían por un camino trazado con tiza, ayudándose de unas varas
deshojadas. Sintió conocerla de toda la vida; buscó momentos importantes de su
existencia juvenil, ¡todo lo engarzaba a ella!, habían respirado las mismas
nubes, volado las mismas tierras. Incomprensiblemente en todos los sucesos
estaba ella, de una u otra forma, unas en las palabras de alguien, otras en
algún sueño vigilante, dentro del mismo espacio.
El motor de La
Jorobada bajó sus revoluciones, provocando un sobresalto en Veras, haciéndolo regresar al primer sueño, volviendo así a la ciudad que seguía gateando bajo ellos, con el
cemento nostálgico de la piedra sosteniendo sus cuerpos aún rodeados por el
anillo mágico del abrazo. Ella dibujó el símbolo del infinito con sus cuidadas
uñas en la nuca del hombre, y con delicadeza le dijo: te amo. Ernesto Veras
sabía, en la profunda oscuridad de su corazón, que la promesa de amor era
sincera, pero que sólo en extrañísimos casos esa promesa llegaba a sostener la
unión de la materia; una cosa era el amor, y otra tan distinta la acción humana,
una es la declaración y otra el movimiento. Y la historia de ellos se sentía compleja,
con ese dejo de desconfianza que carcome el alma como moho sobre la masa, haciendo
prácticamente imposible abstraerse de la realidad a esa altura de la vida.
−Podría quedarme
a vivir en tu pecho.− Dijo ella clavando su frente en el amplio tórax del
hombre. Él no respondió con palabras, pero sostuvo el abrazo con nuevas magias.
Un nuevo beso, una nueva mirada a los ojos, una nueva promesa de amor sin
límites, y prosiguieron el andar. Avanzaron algunas cuadras hacia el poniente
sin prestar atención a los escaparates. Caminaban tomados de la mano,
demostrando al mundo la incontenible alegría de estar juntos. Después de unos
minutos doblaron en una esquina hacia el norte, recorrieron media cuadra y
entraron por fin en una pequeña cafetería de barrio. El lugar era amigable, con
mínimas mesas redondas y sillitas de fierro forjado, en los muros colgaban
reproducciones de pinturas clásicas. Ella tomó asiento primero, con la espalda
derecha y cruzada de piernas, recibió con evidente alegría un beso de su
acompañante, después de eso él se sentó frente a ella y se tomaron de las
manos.
El hombre pasó
su mirada por la pintura de un velero en medio de un temporal, luego fijó su
vista en la reproducción de una litografía de Pedro Lobos, la tinta negra
mostraba a una mujer, probablemente una madre y sus dos crías, todos descalzos,
ella llevaba al más pequeño tomado de las dos manos, dada a la tarea de enseñarle
sus primeros pasos. Entonces, recordó su infancia y el cuadro idéntico, que colgaba
en el muro del pasillo que llevaba al dormitorio de sus padres. Vinieron las
escenas guardadas en su memoria, los aromas a flores, al jazmín y los romeros
del patio, al damasco y las filas de hormigas incansables, las lagartijas y los
caracoles, las rosas y el camelio que encendía en esas llamas de color que
anunciaba las vacaciones de verano.
−¿Dónde anda tu
mente?− Dijo la mujer, sacándolo de la excursión por los senderos de los
recuerdos.
−Pensaba que
necesitamos flores en algún jardín, quizá algún día en el futuro podamos tener
uno con un camelio y un jazmín.− Respondió el, mirándola con ternura a los
ojos.
−Podríamos
plantar uno en mi casa−.
−En tu casa vive
alguien más, y creo que no es amante de las abejas−.
−Está bien,
cuando la casa sea nuestra tendremos un jardín hermoso.− Articuló ella, en un
intento convincente.
Sus manos se
desenlazaron, pero se mantuvieron cerca esperando volver al contacto, como las
nubes cuando son rasgadas por el viento y fusionadas luego por la brisa.
−Nuestra
historia es una historia hermosa.− Estaba diciendo la mujer, cuando el mesero
llegó a tomar el pedido. Ella pidió un té negro y galletas; él, un café
irlandés y tostadas.
−Reconoce que es
una historia hermosa.− Insistió ella una vez que el mesero partió a buscar la
orden.
Ernesto rememoró
los últimos años de su infancia, particularmente las quenas y zampoñas que por
esa época dominaban desde el tocadiscos de la casa. Sintió a sus abuelos, que
en buena parte le habían criado implantando la madera estructural que ahora
sostenía la piel del hombre.
−No existen las
historias hermosas, sólo son eso, historias.− Comentó él.
−Ya vas a ver,
tendremos esas flores en un jardín para que nos sentemos a tomar el fresco de
las tardes de verano.− Remató ella, intentando animarle.
El volvió la
vista hacia el cuadro del velero, ensimismado por el azul salpicado de blanco
caótico. La historia de su propia vida había sido un temporal desatado, el mar
confuso empujando por toda la cardinalidad del tiempo. Sintió en sus pulmones
el recuerdo de la textura del aire cuando tenía nueve años; un enorme influjo
de aire que lo transportó a la habitación de nácar, los ojos de la mujer ahora
estaban a pocos centímetros de sus propias pupilas, las dos miradas se
conectaron envolviéndolo en una serena paz que lo hizo dormir nuevamente,
conduciéndolo así a otro universo dentro del sueño.
Ahora era el
niño que alguna vez fue, estaba en la casa donde se crio, y pudo ver a su
abuelo, Rodolfo Solé, sentado en el escritorio, con los ojos tristes y rodeado
de agentes, uno a cada flanco, dos más en las cabeceras de la mesa y otro
apoyado en el marco de la puerta. Uno de los que estaba de pie justo al lado
izquierdo del abuelo, un tipo grueso de anteojos de marco cuadrado lo recibió
con una sonrisa pequeña, de esas que no asoman la dentadura y parecen un rictus
de incomodidad.
−Hola joven, que
agrado tener un rostro fresco en esta casa, pase por favor, tome asiento.− Dijo
el gordo acomodándose los lentes.
Uno de los tipos
instalados en la mesa se incorporó para acercarle una silla al niño, era un
hombre de bigote espeso y peinado con una melena rizada, muy delgado, casi un
dibujo animado.
Su abuelo seguía
en silencio, observándolo desde una distancia extraña, sus ojos verdes de mar
somero parecían traslúcidos, como quemados por el sol del desierto grande.
−Pero niño,
salude a su abuelo pues, me imagino que lo extraña.− Dijo por fin el hombre
grueso que parecía ser el de más autoridad en la habitación.
−Si, lo
extrañamos mucho, ya han pasado dos semanas.− Respondió el niño.
El abuelo cerró
los ojos y contuvo el aire al escuchar de la boca de su nieto la referencia al
tiempo transcurrido, y es que las horas se desvanecen en la vida de los
prisioneros cuando están condenados a muerte.
−Un jovencito
inteligente.− Continuó diciendo el agente. −Podría decirnos donde está su
abuela, fíjese que su abuelo no ha podido dormir pensando en ella, nosotros
tememos que enferme por la pena de no conocer su paradero−.
−No sabemos dónde
está ella, dicen que se fue con su amante−. Ernesto, a pesar de su edad, había
aprendido a controlar las emociones.
−¡Con su amante!
Mire la señora, y tan dama que parecía ser, ¿qué opina usted?− El agente ahora
se dirigía al abuelo. −Diga algo por favor−.
El hombre, el
abuelo, a pesar de su cansancio, con los golpes en la carne y los huesos, a
pesar del cansancio y el dolor, encontró las palabras para darle un poco de
tranquilidad al niño.
−Ella sabe lo
que hace, siempre ha sido una mujer determinada, además quiere muchísimo a sus
nietos, sobre todo a este niño que ven frente a ustedes.− Dijo mirando
directamente a las pupilas de su nieto, dándose maña para sonreír tiernamente
en un intento de protección simbólica.
−Pero bueno, no
hagamos esperar más la reunión de esta familia. Vamos, dele un abrazo a su
abuelo.− Interrumpió el agente jalando al niño de una axila para que se pusiera
de pie. −Abraza a tu abuelo y pregúntale por Gladys.− Terminó diciendo con voz
violenta.
−Ernesto abrazó
a su abuelo y sintió la piel del hombre pegada a los omóplatos−.
Una delgadez
amortajada, pensó cuando despertó de esa ensoñación, volviendo al momento en
que llegaba el mesero con los cafés, las galletas y las tostadas. Ella estaba
mirando su teléfono; tuvo la intención de hablarle, de decirle que él estaba
ahí con ella, que el jardín y las flores podían llegar a ser la exteriorización
de la suma de sus ideas, de sus espíritus, pero decidió no decir nada, masticar
las palabras dentro del paladar con la esperanza de que ella tomara conciencia
de la situación.
Los cafés
humearon aún un instante sobre la mesita antes de que ella levantara la mirada,
entonces tomó la taza y sopló el líquido haciendo de sus rojos labios un botón,
después le sonrió con esa alegre ternura que tanto le fascinaba. Esa boca
maravillosa, pensó él, ¿cómo deshacerse del placer que sabían dar esos labios?,
¿cómo prescindir de las palabras que sabían decir? Fijó los ojos en el escote
de la hembra, en la piel de los senos que se dejaba ver, ¿de qué manera podría
olvidar la firme tibieza de su piel?, ¿qué pretexto podría usar para
autoconvencerse de tomar distancia de esa mujer?
−Te amo.− Soltó
él, las sílabas parecieron escaparse de su pecho, ella correspondió
entrecerrando los ojos y haciendo un ángulo con las comisuras de su boca. Cuando
hacía ese gesto se le respingaba levemente la nariz.
−Y una fuente
para que las aves bajen a refrescarse por las tardes calurosas.− Afirmó él con
seguridad.
−¿Una fuente?
Perdona, pero no sé de qué me hablas.− Respondió ella con rostro de intriga.
−Digo que las
camelias y los jazmines necesitan compañía, una fuente con agua donde las aves
escapen de los veranos calientes, una fuente con agua moviéndose, me gustan
unas en las que un chorrito sale disparado hacia el cielo.− Ella volvió a tomar
las manos al hombre, esta vez con suaves gestos de contención. Ernesto sintió
la suave piel de sus dedos, contempló la cuidada estética de sus uñas
coloreadas de rosado, resaltando sobre el mantel negro de la mesita. Era un
negro profundo, como el del abismo allá abajo en el mar. La obscuridad profunda
lo llevó nuevamente a la cama, al sueño que se producía junto a su acompañante
desnuda, entre las paredes de nácar.
Regresó al año 1981,
reuniéndose nuevamente con su abuelo Rodolfo. Volvió a sentir ese abrazo, el
calor del corazón del viejo, la espalda delgada y cansada y el rostro
deshidratado.−Ya basta de mimos.
Venga, siéntese acá joven.− Escuchó el niño la voz del agente, mientras
sostenía el abrazo con el abuelo.
−Si nos dices
dónde está tu abuela podrías llevarte a tu abuelo. Imagínese, hoy podrían
almorzar todos juntos; usted, sus padres y su hermano.− Ofreció uno de los
tipos de menor jerarquía. Ernesto no respondió, se limitó a buscar algún
indicio de instrucción en el semblante del tata. El tipo de bigotes dio un par
de pasos y apoyó su mano huesuda sobre uno de los hombros del viejo, esperó los
segundos suficientes para que su superior volviera a preguntar por la abuela, y
acto seguido terminó mediante un tirón del abrazo de Ernesto y su ancestro. Fue
el propio agente superior el que tomó entonces a Ernesto por el cuello para
volver a sentarlo en la silla.
−Dígale a su
papá que su abuelo está bien, que usted pudo conversar con él.− Ordenó el
agente fingiendo simpatía. −A ver, díganme, ¿quién de ustedes conversó con el
padre de este crio?− Terminó preguntando con autoridad.
−Yo, mi mayor−.
Respondió raudo el enjuto tipo de bigotes.
−¿Qué le dijo?,
¿Por qué pidió que este niño entrara a esta casa? Algo escuché acerca de un
libro.− Comentó el agente.
−Afirmativo.
Llegaron en un Fiat seiscientos, el niño bajó del auto y tocó el timbre, yo
salí y conversé con el chófer que resultó ser el padre del cabro chico; me
pidió que dejáramos entrar al niño para que buscara un libro de historia porque
tiene que hacer una tarea en el colegio.− Terminó por decir el flaco.
−¡Una tarea! Así
avanza la patria, con jóvenes responsables y ordenados.− Masculló entre risas
el gordo.
Ernesto volvió a
optar por el silencio; frente a él, su abuelo, el hombre que hasta ese momento
creía invencible, y ahora parecía esforzarse dolorosamente por mantener unidas
las piezas que formaban su cuerpo.
−Mira, en esas
flores hay un grupo de abejitas−. Dijo la mujer, ya de regreso en el sueño
principal, mientras apuntaba con el mentón hacia unos insectos que volaban
entre las pequeñas flores de un rosal que trepaba por uno de los muros de la
cafetería.
−¿Qué será de
nosotros el día que ya no salten entre los pétalos?− Preguntó él, a modo de
idea en voz alta.
−Por lo mismo,
vamos a tener una casa con muchas flores−.
Ernesto buscó
con su mano una de las piernas de ella, la que recorrió desde la rodilla hasta
la parte alta, le encantaba sentir como aumentaba la tibieza a medida que se
acercaba a su sexo. Retuvo la caricia cerca de las caderas, dejando que uno de
sus dedos se moviera suavemente entre sus muslos. Llamaron al mesero, esta vez
para pedir un jugo de chirimoyas, era el zumo favorito de la mujer, y abría
extensas y coloridas conversaciones cada vez que el vaso repleto de ese líquido
espeso y blanquecino se ofrecía a su disposición. “Mi abuelo tenía frutales,
entre ellos algunos chirimoyos, cuando niña mi mamá me hacía juguitos todas las
mañanas de los veranos”; fue lo que ella le dijo la primera vez que salieron
juntos a cenar. El contempló ensimismado el hermoso rostro de ella, era un
rostro que lo mismo podía brillar en una gala social o en un campo de maíz. Concentrado
así, en sus facciones, volvió a la habitación de concha marina, nuevamente junto
a ella, esta vez ambos dormían con la placidez de los que descansan llenos de
esperanza.
−Yo le di una
mirada a este librero.− Le dijo el agente al niño Ernesto Veras. −Una buena
colección de Sartre y Beauvoir.− Sostuvo el gordo de anteojos mientras sacaba un
libro de hojas amarillentas; “El segundo sexo” podía leerse en la tapa.
−Imagínese que
su mamá se convirtiera en papá.− Terminó diciendo el agente con la risotada tonta
del ignorante.
La mano del tipo
enjuto se apoyó en la cabeza del niño, casi dejándola caer como una bolsa de
harina sobre el mesón. La palma huesuda y áspera fue como la garra de una bestia
depredadora, las yemas callosas tamborilearon de tres en tres sobre su cráneo
mientras el peso de la mano, robustecido por el miedo le empujaba hacia el
suelo. Primero sintió que la cabeza se embutía entre los hombros, así es que suspiró
con profundidad, inhaló expandiendo las costillas para que ingresara la mayor
cantidad de aire, luego retuvo la respiración con el anhelo de refugiarse en el
mundo de la apnea donde señorea la paz, pero las toneladas de la garra
empujaron su cabeza más abajo, hasta el centro del tórax haciendo que el aire
se vaciara de su cuerpo.
−A ver Quiroga,
lleva a este niño a la biblioteca que hay en el dormitorio que está en el patio
frente a la piscina, ahí debe estar el libro que anda buscando su padre.− La
orden del agente sonó como golpes metálicos.
−¡No es
necesario!− Lanzó su abuelo como un salvavidas arrojado al hombre al agua en
medio de la tempestad. “No es necesario”, alcanzó a insistir antes de que uno
de los tipos le obligara a sentarse con un empujón.
−Mire, ¿será que
recordó donde está su mujer?− Espetó el agente. Los verdes ojos de su abuelo se
inundaron de dolor.
Un beso de su
amante lo trajo directamente al camino del sueño principal en el café; los
labios húmedos se habían plantado en su frente dejando un corazón colorado
impreso en la piel. Ernesto respondió con un beso mecánico, buscó su taza de
irlandés para terminar cayendo en cuenta de que la había bebido de manera
inconsciente, el recipiente vacío sólo mantenía algo de los rastros de la
espuma de la leche. Pensó en el futuro sin ella, sin las flores de su cuerpo,
sin el cálido remanso de sus abrazos, entonces sintió miedo, una garra
rasgándole el pecho.
−Colmenas,
tendremos hogares para ellas.− Anunció el, intentando demostrar alegría.
−Me encanta la
miel, ¿te imaginas eso?, un campito con frutales y colmenares.− Respondió ella.
−Un campo cerca
del mar, para que la brisa marina nos mantenga limpios−.
−Tu eres un alma
limpia, no necesitas esa brisa.− Las pequeñas manos de ella volvieron a buscar
las suyas.
−Sin esa virazón
sólo habrías conocido mis tempestades, te lo aseguro.− Respondió él, totalmente
convencido.
Una tormenta, el
viento huracanado bufando, el mar confuso golpeando desde todas las
direcciones, el miedo natural al abismo del gran azul; y es que el agua puede
ser la humedad donde nace la armonía o el universo en el que cedemos al pánico
del olvido.
Ernesto regresó
al sub sueño que lo plantaba en el pasado, los ojos de triste terror de su
abuelo ya no estaban ahí; ahora sólo él y el vigilante de bigote.
−Busca el libro.−
Recordó que le decía.
Frente a los
ojos del niño los libros, todos ordenados en el mueble de madera rojiza que
ocupaba todas las paredes de la habitación del patio, bajo un palto enorme y a
metros de la piscina; la biblioteca en la que tantas veces había pasado las
tardes, el mismo aroma a papel, cartón y cuero.
−Acá no hay libros
de historia.− Sostuvo con violencia el hombre, entonces Ernesto apuntó hacia un
sector del librero.
−Esos no son
libros de historia, eso es propaganda.− Reclamó el tipo con tono colérico. −Mira,
ahora vamos a hacer algo, tú me vas a decir donde está tu abuela, también me
vas a contar con quien se reúne tu mamá−.
−No lo sé, se lo
prometo.− La voz del niño ya casi no era audible.
−Por última vez,
si me dices algo que nos sirva para encontrar a tu abuela, te dejaré ir y no le
pasará nada a tu mamá ni a tu familia−.
−No sé nada, se
lo prometo−. Casi susurró Ernesto usando la promesa como última esperanza.
La mujer estaba
llamando al mesero cuando la imagen del horror se le estaba colando entre las
cejas. El sonido de sus pulseras agitándose con el movimiento de la mano que
intentaba llamar la atención del mozo le había traído al pacífico sueño en el presente.
El brazo levantado de la mujer dejaba ver el contorno de su seno, una piel
firme para una persona de decisiones firmes, pensó él. Platicaron acerca de los
temores, de los miedos sociales, y de los políticos, también de los personales.
−¿A qué le
temes?− Preguntó el sin despegar su mirada de la pintura del océano
embravecido.
−¿Temores? No
tengo temores−.
−Y si no existen
miedos, ¿cuál será el motivo de la inacción?− Reflexionaron acerca de los
motivos de la mente humana que provocan la parálisis de las ideas, el
congelamiento de los argumentos, que sumados constituyen la génesis de la
acción; ¿dónde, en qué parte de la existencia del individuo surgen las amarras
que impiden caminar hacia el horizonte azul?
−Serán los
vestigios de tu educación, casi puedo verte siendo instruida por las monjas.− Ernesto
hablaba con suavidad.
−Mira que nadie
se salva, si no son las monjas es la televisión, o el cine, que se yo, por
todas partes te meten la culpa como mantra−.
−Culpa de ser
felices, de pensar en la vecindad antes de mi núcleo familiar, culpa de ser artista,
de vivir por la emancipación.− Las ideas de Veras refulgían sin encontrar una
manera ordenada de salir al aire. Y esa culpa es obra de las monjas, se dijo
mentalmente. No, las monjas están sometidas a los curas, se corrigió
automáticamente; y los curas al Papa, y este a un poder superior.
−¿Dónde diablos
nace entonces? Si no son las monjas las culpables, ¿quién?−.
La palabra miedo
quedó resonando en su propia mente, el olor del pánico con sus granos de café
vinagre y cemento mojado le conmovieron hasta erizar los bellos de su cuerpo.
La mano del
agente de la Central Nacional de Inteligencia rodeaba su cuello ahogándolo, su
rostro aplastado contra el librero y las manos apoyadas en una de las repisas,
todo su cuerpo infantil intentaba resistir los embates de la violencia de la
bestia. La hebilla de su cinturón, ahora a la altura de las rodillas le rozaba
en cada una de las embestidas, lo mismo el lomo color naranja de uno de los
libros que excoriaba la piel de su pómulo derecho. Sintió el hálito alcohólico
del agente respirándole en la nuca, empujándolo dentro del mueble donde
habitaban los textos, pensó en su madre, en su hermano pequeño, se repitió un
millón de veces que ya terminaría, que el animal que lo violaba tendría que
detenerse en algún momento, que de pronto abriría los ojos y estaría en un
lugar amable con su familia. Quiso gritar, pero el miedo había inmovilizado
incluso a su voz, quiso golpear, intentar algún escape, pero el terror le había
convertido en una figura de sal.
−Dile a tu papá
que encontraste el libro de historia, que conociste a los hombres que la están
escribiendo.− Soltó el agente como un estertor mientras subía el cierre de su
pantalón.
El niño volvió a
guardar silencio, esta vez no por opción.
−Iremos por tu
hermanito, por tu padre y por la puta de tu mamá.− Siguió ladrando la bestia,
gruñendo e insultando, preguntando entre frases inconexas acerca del paradero
de su abuela y otra gente que no conocía.
Ernesto ordenó
sus ropas cuidadosamente, acomodó su camisa escocesa dentro del pantalón de
cotelé y se enderezó cuanto pudo, supo de la necesidad de salir de ahí, de
volver con los suyos y contarles acerca del estado de su abuelo. Giró sobre su
cuerpo y miró a los ojos al cerdo. −Ya le he dicho que no se nada acerca de
ellos−. Articuló modulando cada sílaba; −Acerca del libro, ya he encontrado lo
que buscaba−, finalizó diciendo mientras mostraba la portada de un libro de Villalobos.
Fue el agente de la Central el que esta vez guardó silencio.
Fue conducido
hasta la sala donde estaba su abuelo, esta vez sólo acompañado del agente gordo
que a esta altura se identificaba como el superior del grupo, al que todos
llamaban “doc”.
−Mijo, no tenga
miedo.− Eso fue lo último que escuchó del abuelo. Con esa frase salió de la
casa, dejando atrás al hombre de ojos verdes y asumiendo la instrucción de
jamás rehuir la acción. Entonces despertó de la pesadilla y regresó al sueño
que lo colocaba junto a ella en el café.
Escuchó que ella
decía algo acerca de pedir la cuenta, que tenían que marcharse porque alguien
pasaría por ella a algún lugar cerca de la plaza de armas de la ciudad, que
antes debía ir a recoger algunas cosas.
Antes de
alejarse de la mesita en la que habían pasado el rato, ella se acercó a él y
tomó su rostro por las mejillas. No sé qué haría sin ti, creyó escuchar que
decía la mujer. Intentó poner atención a las palabras que seguían siendo
formadas por su voz, pero su ánimo seguía atrapado por la necesidad de
respuestas, ¿Cuál es la forma del miedo?, ¿cómo es el cuerpo que habita?,
imaginó a su abuelo, ¿Cómo habrán sido sus miedos?, ¿habrán tenido el mismo
aroma a infusión avinagrada, a hormigón fresco bajo las nubes negras de junio?
Ella tomó su
mano y caminó delante de él, como jalándolo por su propio camino, así salieron
del café y avanzaron por la calle; había comenzado a llover, el suelo ahora
lucía obscuro y podían verse pequeñas pozas por aquí y por allá. Él se dejó
conducir, avanzaron algunas cuadras hacia el sur pasando por tiendas solas
abarrotadas de personas. Al llegar a la entrada del tren subterráneo
sostuvieron sus manos aún un tiempo más.
−¿Nos veremos
mañana?− Preguntó ella con inusual incertidumbre.
−Ernesto sólo
respondió con un beso en la mejilla, un beso como una suave caricia de piel a
modo de última despedida.
Algunos charcos
de agua lo llevaron por última vez al sueño que lo situaba en su infancia. Iba
saliendo de la casa de su abuelo, sintió la lluvia arreciando sobre su cabeza y
vio las pozas de agua a lo largo de toda la calle, eran como las lágrimas
perdidas del amor distanciado a la fuerza, sintió el dolor que seguía allá
adentro atrapado por los agentes, así es que buscó en sus ojos verdes las palabras
que no pudieron cruzar; encontró tristeza, esperanza y soledad, sin embargo no había
miedo, él seguía moviéndose, sus ideas seguían trazando rumbos en ese océano de
existencia; entonces el niño giró y observó con detención por última vez la
casa en la que había crecido, sabía que cada forma, que cada una de las partes
de lo que abandonaba forzadamente, sería la argamasa de su propia existencia en
el futuro.
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