-No
me quejo de esos años en La Isla. Le respondió Solé al periodista que lo
bombardeaba con preguntas acerca de su naufragio. Lo que sucede es que La Isla
era el mejor lugar del mundo, de alguna manera allí me sentía seguro, animado
por el vértigo del océano y el susurro del viento.
-¿Me
dice usted acaso que no desesperó con la soledad? Inquirió el hombre de la
prensa.
Ernesto
Solé guardó silencio un momento, durante esos ocho años había aprendido a no
hablar en voz alta. Recordó sus años abrazado por la profundidad de los
sentimientos, los ojos verdes de La Isla, observándolo y acariciando su ánimo
desde cada hoja, desde cada hebra de hierba silvestre.
-Jamás
estuve solo. Respondió Solé convencido.
-¿Y
ahora que está de regreso que piensa hacer?
Ernesto
intentó recordar su vida antes del zarpe, había una familia, una mujer que
ahora vivía con otro tipo y dos adolescentes convertidos en jóvenes
independientes, también un perro de cola enroscada sobre el lomo.
-No
haré nada, sólo dejare que el tiempo me permita olvidar la mirada de musgo que
habitaba en ese lugar del mundo.
El
periodista se despidió algo molesto, no había logrado esas respuestas de dolor
y miseria que andaba buscando del náufrago. Él en cambio, siguió sentado un buen
rato, con la paz del hombre que, habiendo conocido el paraíso, ahora volvía al
mundo real.
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