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El Náufrago


Fueron cerca de ochos años, quizá uno más, a Ernesto Solé se la hacía difícil establecer con exactitud el tiempo que estuvo perdido en la isla. Un náufrago, nada menos que un hombre extraviado en un pedazo de suelo húmedo, la más húmeda de las tierras, pensaba ahora, ya de vuelta en la casa de la que había salido para embarcarse en la lancha La Jorobada. Por esos años en su barba aún dominaba el negro, y la fuerza de sus brazos era capaz de voltear un novillo sin demasiado esfuerzo. Ahora, de regreso en su ciudad natal, buscaba con desesperación dentro de los ojos de sus hijos, en el intento de encontrar a los niños pequeños que hace tanto tiempo había dejado atrás.

-No me quejo de esos años en La Isla. Le respondió Solé al periodista que lo bombardeaba con preguntas acerca de su naufragio. Lo que sucede es que La Isla era el mejor lugar del mundo, de alguna manera allí me sentía seguro, animado por el vértigo del océano y el susurro del viento.
-¿Me dice usted acaso que no desesperó con la soledad? Inquirió el hombre de la prensa.

Ernesto Solé guardó silencio un momento, durante esos ocho años había aprendido a no hablar en voz alta. Recordó sus años abrazado por la profundidad de los sentimientos, los ojos verdes de La Isla, observándolo y acariciando su ánimo desde cada hoja, desde cada hebra de hierba silvestre.

-Jamás estuve solo. Respondió Solé convencido.
-¿Y ahora que está de regreso que piensa hacer?

Ernesto intentó recordar su vida antes del zarpe, había una familia, una mujer que ahora vivía con otro tipo y dos adolescentes convertidos en jóvenes independientes, también un perro de cola enroscada sobre el lomo.

-No haré nada, sólo dejare que el tiempo me permita olvidar la mirada de musgo que habitaba en ese lugar del mundo.

El periodista se despidió algo molesto, no había logrado esas respuestas de dolor y miseria que andaba buscando del náufrago. Él en cambio, siguió sentado un buen rato, con la paz del hombre que, habiendo conocido el paraíso, ahora volvía al mundo real.

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