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HOMBRE AL AGUA



El trago de agua salada raspó desde los labios hasta la boca del estómago. Sentí como el peso de mis zapatos me jalaba hacia abajo, hacia ese fondo allá tan, tan lejos. La noche, sin luna sólo me permitió ver las luces de la nave, y escuchar el seco ronquido de su motor alejándose de mí.

Al principio un grito extraviado en la obscuridad. Un grito grave como rugido elástico emergiendo desde el oleaje. Era mi propio sonido animal, el grito humano que esta vez no alertaba ni emocionaba a ningún congénere. Luego el silencio. Sólo mi respiración agitada y el chapoteo de mis manos golpeando la confusa estepa de agua sonaban en esa noche de fines de verano.

La mar estaba calma, muy calma, horas antes en el gobierno de la luz, habíamos estado fotografiando el reflejo de los árboles en el agua. Un espejo de mar es lo que era, ahora yo fundía cuerpo y reflejo en un punto del canal Moraleda.

Respiré algunas veces con la intención de aquietar el miedo, pero la presencia abisal sujetaba mis tobillos empujándome al silencio eterno. Recordé a mis hijes. Mi hija mayor debía haber asistido al primer día de su segundo año de universidad, la pequeña debía estar queriendo aprenderlo todo y mi hijo adolescente soñando con un balón atrapado en la red. No podía ser el final, sabía que debía ubicar una orilla e intentar llegar a ella. Pensé en ese beso que no di en la despedida antes del zarpe, en el abrazo que no fue, en la mano no estrechada. Busqué tierra cercana, pero la obscuridad era total. Sólo mi respiración y el agotamiento aterrado de quién no ha dicho adiós.

Pensé en quedarme flotando, quizá alguno de mis compañeros habría notado mi ausencia ¿cuántos minutos habrían pasado? Presentía que al menos quince minutos, pero es verdad que el miedo acorta los segundos y que allí donde la muerte acecha la vida se aferra a los minuteros. Si se hubieran percatado del accidente la nave ya habría regresado. Estuve un tiempo más a la espera de ver aparecer las luces de la nave, de escuchar los gritos de la tripulación aullando mi nombre.

El frío ya provocaba ligeros temblores en los músculos de mi cuerpo cuando me pareció sentir un motor a lo lejos, intenté controlar la respiración para escuchar mejor, pero sólo percibí mi propio corazón; primero en el pecho, luego en la garganta y finalmente en los dedos. Cuando me decidí a nadar en una dirección las piernas ya no respondían, una especie de ardor que comenzaba en la zona lumbar recorría como sangre congelada hasta las plantas de los pies, como millones de navajas de hielo hiriendo mis extremidades.

Intenté flotar de espalda, quizá así la marea me llevaría a alguna parte, eché la cabeza hacia atrás y me estiré de brazos abiertos, pero las ondas marinas cacheteadas por el viento que minutos antes había salido, salpicaban gruesos goterones sobre mi rostro impidiéndome respirar; así es que después de un momento cesé en el intento de mantenerme a flote sin esfuerzo.

Al cabo de unos minutos, me es imposible precisar cuántos, mis manos también fueron asaltadas por ese frío que arde. Pensé nuevamente en la gente en tierra, en mis padres y hermano con quienes pasamos tantos padecimientos de persecución política y tortura, en los abuelos, en las tías, en los amores de juventud, en la madre de mis hijos. No era posible morir ahora, así es que el recuerdo de la gente amada me dio un soplo de vida, las piernas tomaron vigor y mi rostro volvió a salir lo suficiente sobre el agua y pude respirar sin complicación.

Calculé que ya debía llevar una media hora en el mar, y que en base a lo que recordaba acerca de la marea antes del accidente ya debía estar yo un par de millas lejos del lugar donde caí. Sentí pena, un profundo dolor al imaginar el llanto de mis hijas e hijo. La pena me pulsaba en el pecho, se expandía empujando a mis costillas hacia afuera, apretando el corazón y los pulmones. Finalmente salió por la boca cuando un nuevo grito vino a desahogar las lágrimas atrapadas por el instinto de sobrevivencia. El llanto humano es eterno, en cada pulso de aire del sollozo habitan miles de imágenes, miles de rostros amenazados por enemigos armados de gatillos preparados para esparcir el miedo. En cada lágrima se escapa una parte de uno; la esperanza, el amor, la paciencia.

Sentí enojo por un instante, mis hijos crecerían cerca del agrónomo nacionalista que desde hace unos meses se carteaba con mi ex compañera. Un tipo horrible de ideas contradictorias, y ya había desaparecido la pena. Ahora era ira lo que me mantenía a flote. El cuerpo vigorizado dominó la escena y decidí nadar en dirección a lo que me pareció identificar como orilla. Di algunas brazadas con la cabeza cortando el ya grueso oleaje, quizá unas veinte y me detuve exhausto, agucé la mirada y vi una línea de costa distinta, esta vez era más alta y de formas más globosas ¿Habría nadado en círculo? Ahora veía una costa diferente. Sentí sed y una ola de calor que nacía en el vientre y subía por el pecho hasta la barbilla. El rostro del agrónomo se me vino a la mente, esta vez sus gestos tenían menos idiotez. Volví a poner atención en la costa, en la muy tenue línea que en los minutos antes del alba se recorta en el cielo interminable. Ahora la línea era baja y ondulante ¡eran nubes!

Cansado, musité una frase: “Panzotti, tienes que ver a tus hijes nuevamente” Los labios fundidos en un solo cúmulo de piel se estiraron antes de lograr separarse. Una pasta densa y amarga adherida al paladar evitó una segunda frase, la que sólo llegué a pensar. La imagen de mi abuelo, un prisionero político, un hombre tierno y amable que me enseñó la magia de la honestidad. Dame una mano papi, pensé. Aún no le he enseñado a jugar ajedrez a la pequeña, y la mayor todavía no sabe usar el martillo y el serrucho. El niño debe aprender a estudiar ¿Recuerdas cuando me enseñabas? En ese momento me di cuenta de que en el rostro de mi abuelo estaba anidado todo cuanto he amado en la vida. Mis padres, abuelas, tios, hermano, primos. El amor se hacía concreto en el recuerdo de un hombre.

Una gruesa onda de mar vino a golpearme la cara, tragué mucha agua y una tos insoportable contrajo una y otra vez mi cuerpo. La nariz ardía entre los ojos y la mano del abismo tiraba con fuerza hacia abajo. Sólo nariz y boca se mantenían fuera de la mar. A ratos lograba impulsarme hacia arriba y tomaba profundas bocanadas de aire salpicadas de gotas. Fue en uno de esos impulsos que vi la luz del alba, la delicada furia de la vida alcanzando los relieves. La mar ahora se presentaba como una deidad acunada entre montañas verdes, y yo en el centro de esa diosa salada, muy lejos de la costa. Sentí una felicidad extraña, el recuerdo de los piqueros en Iquique, en otra tierra, pero en la misma mar. Igual tirantez en la piel, el mismo hálito de alga y pez. Me pareció  verme sonriendo allí en el medio del canal mientras el puma o el chucao se cuestionaban desde los montes la situación. Incluso me pareció escuchar el silbido de los delfines que venían en mi auxilio, pero ya no era necesario; la luz cortando delicadamente las nubes llegaba hasta la mar, me tocaba con la música de la brisa que a esa hora había logrado apaciguar a la diosa marina.

Los dedos abisales tocaron mis pies, primero para avisarme que ya era el momento, así es que miré a tierra fijamente y pensé en mis hijes. Serán marineros, serán rebeldes, serán comunistas. Ahora las manos del abismo sostenían mis tobillos y tiraron levemente hacia abajo. Volví a pensar en mi abuelo y mediante él, en esas millones de personas que hoy saldrían a laborar, a amar. En mi hijo y su sensible mirada, en la hija pequeña y su alegre inteligencia y en la hija mayor y su profunda convicción iluminada. El agua ya lo envolvía todo, sentí desprenderme de mi ropa, de mis posesiones, la piel acariciada por los gélidos labios de la mar me trajo una extraña calma, como si mis huesos existieran ahora en otro mundo, en uno paralelo donde el tiempo pierde su relevancia. La luz del alba golpeaba la superficie del agua, la que dejaba pasar haces concentrados que formaban cortinas de partículas y seres diminutos, pude ver la vida en plenitud, millones de seres que son la base de todo lo que ocurre en el reino del aire, de ese reino que hoy me despedía.

Vi a mis hijxs ya de grandes, sonreían dulcemente, parecían caminar junto a otros, junto a miles de otras por grandes avenidas enmarcadas por largos álamos verdes. La tibieza del útero del mundo acarició mi cabello, mientras los brazos del abismo acunaban mis músculos en ese viaje de descenso. Finísimos hilos de luz convertidos en millones de columnas que sostenían el lado interior del gran espejo del mundo, y entre ellos mis manos tocando tus ojos de gata apenas visibles en ese último segundo de vida. 

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