Fueron cerca de ochos años, quizá uno más, a Ernesto Solé se la hacía difícil establecer con exactitud el tiempo que estuvo perdido en la isla. Un náufrago, nada menos que un hombre extraviado en un pedazo de suelo húmedo, la más húmeda de las tierras, pensaba ahora, ya de vuelta en la casa de la que había salido para embarcarse en la lancha La Jorobada. Por esos años en su barba aún dominaba el negro, y la fuerza de sus brazos era capaz de voltear un novillo sin demasiado esfuerzo. Ahora, de regreso en su ciudad natal, buscaba con desesperación dentro de los ojos de sus hijos, en el intento de encontrar a los niños pequeños que hace tanto tiempo había dejado atrás. -No me quejo de esos años en La Isla. Le respondió Solé al periodista que lo bombardeaba con preguntas acerca de su naufragio. Lo que sucede es que La Isla era el mejor lugar del mundo, de alguna manera allí me sentía seguro, animado por el vértigo del océano y el susurro del viento. -¿Me dice usted acaso que no desesperó c
Caminaban por Avenida Providencia esa tarde de invierno, la ciudad parecía más lenta que de costumbre, como deshabitada respirando una humedad de nubes bajas y brisa lenta. Pasaron junto al carrito de las frutas con las naranjas y las paltas y las manzanas rojas que brillaban como besos enamorados. El viejo del carro les observó de arriba abajo, con ese ademán de quienes intentan sumarse a un grupo que parece infinito. − Yo también te habría mirado descaradamente, eres preciosa. Le dijo Rodolfo a Andrea con el tono grave que colocaba cuando le coqueteaba. − Lo dices porque me amas. Respondió ella, haciéndose maña para darle un beso sin dejar de caminar. Él detuvo el paso mientras tocaba con su dedo meñique el dorso de la mano de ella, sugiriéndole con el fino gesto que detuviera el andar; entonces se quedaron quietos en el medio de la ciudad y se abrazaron con el fuego de la ternura intacta. − No será como en esa película que te gusta tanto, te lo