Fueron cerca de ochos años, quizá uno más, a Ernesto Solé se la hacía difícil establecer con exactitud el tiempo que estuvo perdido en la isla. Un náufrago, nada menos que un hombre extraviado en un pedazo de suelo húmedo, la más húmeda de las tierras, pensaba ahora, ya de vuelta en la casa de la que había salido para embarcarse en la lancha La Jorobada. Por esos años en su barba aún dominaba el negro, y la fuerza de sus brazos era capaz de voltear un novillo sin demasiado esfuerzo. Ahora, de regreso en su ciudad natal, buscaba con desesperación dentro de los ojos de sus hijos, en el intento de encontrar a los niños pequeños que hace tanto tiempo había dejado atrás. -No me quejo de esos años en La Isla. Le respondió Solé al periodista que lo bombardeaba con preguntas acerca de su naufragio. Lo que sucede es que La Isla era el mejor lugar del mundo, de alguna manera allí me sentía seguro, animado por el vértigo del océano y el susurro del viento. -¿Me dice usted acaso que no desesperó c
Espacio para la libre discución de ideas, y el arte de contener el aire bajo el océano.